Considerar a Benjamin Franklin el ideólogo detrás del horario de verano sería, no ya arriesgado, sino completamente falso. Pero también sería injusto no mencionarlo al indagar en las raíces de esta práctica. Benjamin Franklin es efectivamente el autor de Una propuesta económica, el primer texto donde se mencionan los beneficios de adelantar las horas de trabajo en aras de un ahorro energético. Pero pongamos las cartas sobre la mesa: no habla de cambiar manecillas de relojes, sino hábitos; no firma el texto, que es en realidad una carta enviada a un periódico; y quien lo lea buscando una propuesta formal se echará las manos a la cabeza ante cuentas y medidas tan descabelladas. La razón es sencilla: aunque se presente como un ensayo, se trata de una obra satírica que pone en solfa las costumbres de los parisinos. Pero ello no le quita el mérito mencionado de ser un primer esbozo de lo que acabaría siendo el horario de verano.
Corría el año 1784. El inventor del pararrayos, amén de uno de los fundadores de los Estados Unidos, se encontraba en Paris ejerciendo como delegado, si bien las enfermedades y su avanzada edad apenas le permitían salir de casa. En estas circunstancias, decidió dedicar su ocio a la redacción de pequeños escritos de carácter pragmático, uno de los cuales entregó a su amigo Cadet de Vaux, editor del Journal de Paris, para que lo publicase en su periódico. El texto apareció el 26 de abril, en forma de carta anónima. En él, Franklin, parodiándose también a sí mismo, relata cómo en el día previo acudió a la demostración de la nueva lámpara de aceite, en la cual surgieron dudas entre los presentes acerca de su consumo. El autor se acuesta a las tres o las cuatro de la mañana preocupado por el despilfarro económico (hoy diríamos el gasto energético), para despertarse poco después sorprendido por una potentísima luz. Eran las seis, la criada se había olvidado de cerrar las ventanas y lo que inicialmente le pareció una gran cantidad de aquellas modernas lámparas resultó ser el astro rey saliendo por el horizonte. «Sus lectores, que conmigo no han visto la luz del sol antes de mediodía, y rara vez han prestado atención a la parte astronómica del almanaque, estarán igual de aturdidos que yo cuando oigan que amanece tan temprano, y en especial cuando les asegure que da luz tan pronto como sale». Si a alguien le quedaba alguna duda sobre el sentido satírico del escrito, a partir aquí no podrá seguir albergándola. Franklin no cabe en su asombro, anuncia su descubrimiento a varios conocidos, que inicialmente no le creen. Un filósofo le replica que, como es bien sabido, no hay luz antes del mediodía. En realidad todos guardan las ventanas cerradas antes de dichas horas. Sigue un poco de aritmética para demostrar los beneficios de madrugar y, como es de esperar partiendo de estas premisas, resulta en cifras astronómicas para el conjunto de la población parisina: 64 millones de libras de aceite, que cuestan 96 millones de libras francesas. Tal es el resultado de semejante derroche.
El político continúa proponiendo, sin seriedad, pero sin tampoco un poso de razón, corregir los hábitos de la población para ganar en eficiencia. Las medidas de su reglamento son a cual más disparatada: imponer multas a las contraventanas, racionar las velas, prohibir el tránsito de coches después del atardecer, guardias vigilantes en cada esquina y cada tienda, tañir de campanas para despertar a la población al amanecer, cañonazos en cada calle para los gandules… Obviamente, se trata de un texto humorístico. Nadie espere encontrar en él algo parecido a lo que hoy llamamos horario de verano. En aquella época ni siquiera el reloj marcaba, como lo hace en la actualidad, nuestros hábitos. No obstante, conocida la personalidad e ideas del autor, también es claro es alegato en favor de un horario ajustado al día solar, que ya en entonces empezaba a decaer en favor de la vida nocturna.


