En la invención de todo calendario subyace el interés de las culturas de datar hechos pasados y predecir los futuros. Para ello se recurre a la asistencia de fenómenos repetitivos, de carácter astronómico. El periodo más fácil de deteminar, después de la sucesión de días y noches, es el lunar o sinódico. Y el más útil para las sociedades sedentarias, por su relación con la climatología, es el ciclo solar.
Entre dos lunas nuevas transcurren 29 días y medio. En estos párrafos se redondearán todas las proporciones de las que se habla, ya que ninguna es perfecta: nuestro satélite tarda, por ejemplo, entre 29,27 y 29,83 días en completar una vuelta a la Tierra, y el tiempo medio son 29,5306. Casi todos los calendarios lo han asimilado como un ciclo fundamental, el mes, bien por observación continua (como el calendario griego), bien aproximando su valor (el hebreo) o evolucionando hacia un sistema que desdeña su relación original con el astro (el egipcio). Respecto al sol, requiere algo menos de 365 días y cuarto para completar su evolución anual. Transcurrido ese tiempo, al llegar cualquiera de los solsticios, repite sus posiciones sobre el cielo.
Una primera aproximación conduce a meses de 30 días y años de 365. El siguiente reajuste es también casi inmediato. Fuerza a alternar meses de 29 y 30 días; así como a introducir un año bisiesto cada cuatro, variación que afina ambos periodos con relativo acierto: no obstante, casarlos no es tarea tan sencilla. La proporción entre la duración de ambos es de 12,368. De modo que si se establece que el año está formado por doce meses nos quedamos muy cortos; pero con trece el error sería aun mayor. Nuestro calendario optó hace casi tres milenios por la misma drástica solución que se ha comentado eligieron los egipcios: sacrificar el seguimiento de las fases de la luna. Pero otra alternativa es buscar un ciclo más largo que resuma ambos.
La fracción de mes sobrante al concluir un año es un 0,368 de éste. Transcurridos dos, 0,737; y al cabo de tres, 1,105. Ninguno de estos valores sería aceptable de cara a nuestro objetivo. Sin embargo, si seguimos multiplicando, se observa que al cabo de 19 años obtenemos el asombrosamente ajustado valor de 6,997 meses. Dicho con otras palabras: 19 ciclos solares son casi exactamente 235 ciclos lunares. Esta coincidencia era al parecer ya conocida en Mesopotamia hacia el siglo VI a. C., pero su hallazgo se atribuye al astrónomo ateniense Metón, quien lo descubriese el 432 a. C. con la ayuda de Euctemón.
Por su propia naturaleza, el ciclo metónico, a veces denominado número áureo, sirve para predecir acontecimientos lunisolares, como la determinación de la fecha de la Pascua. Su cercanía a los 255 meses draconíticos permite asimismo predecir los eclipses.


