El día perdido de Juan Sebastián Elcano

El miércoles 9 de julio dimos en una de las tales [islas], la que denominan San Jacobo, y en seguida largamos la falúa a tierra, para avituallar. Con esta invención: decir a los portugueses que se nos había roto el trinquete bajo la línea equinoccial (callándonos que fue tan cerca del cabo de Buena Esperanza), y que, mientras reparábamos, nuestro capitán general, con las otras dos naves, había regresado a España.
Reiteramos a los de la falúa que, una vez en tierra, preguntaran en qué día estábamos; dijéronles los portugueses que jueves para ellos, y se maravillaron mucho, pues para nuestras cuentas era miércoles sólo y no podían hacerse a la idea de que hubiéramos errado. Yo mismo había escrito cada día sin interrupción, por no haberme fallado la salud. Pero, como después nos fue advertido, no hubo error, sino que, habiendo efectuado el viaje todo rumbo a occidente, y regresando al lugar de partida (como hace el Sol, con exactitud), nos llevaba el Sol veinticuatro horas de adelanto, como claramente se ve.

Quienes hayan leído La vuelta al mundo en 80 días habrán compartido el asombro de Phileas Fogg cuando descubre, al alcanzar Londres tras rodear la Tierra, que ha ganado un día en el trayecto. Julio Verne fue un genial escritor, y en muchos aspectos un visionario, pero no nos engañemos: a finales del XIX el artificio que usa para resolver la novela era un hecho de sobra conocido.
El texto que encabeza esta entrada es un fragmento del diario de Antonio Pigafetta, también llamado Lombardo por su origen, un geógrafo que acompañó a Elcano en su vuelta al mundo y ejerció de cronista en aquel viaje. En sus escritos, por cierto, no menciona ni una sola vez a Juan Sebastián Elcano, presumiblemente por las rivalidades existentes. Cuando la expedición de Magallanes desembarcó en 1582 en Santiago, una de las islas de Cabo Verde, se hizo a las claras que estaban viviendo lo que se ha dado en llamar la paradoja del circunnavegante. Por si algún lector no la conociera, intentaré dar una explicación adaptada a nuestros tiempos.
Imagine que toma un avión muy rápido que le permite dar la vuelta al mundo en unos pocos minutos. Usted sale, por ejemplo, de Madrid en dirección este y al cabo de un rato aterriza en la misma ciudad llegando desde el oeste. En el transcurso del viaje usted habrá podido ver cómo el sol se oculta hacia el oeste, igual que cuando atardece, y cómo vuelve a salir desde el horizonte opuesto, como cuando amanece. No habrán transcurrido 24 horas, desde luego, tan sólo ha sido usted quien ha dado esa vuelta a la tierra, en la misma dirección que el personaje de Verne. Si se deja llevar, no por su reloj, sino por el movimiento del sol, a usted le habrá dado la impresión de ver correr un día a toda prisa. Son los problemas que acarrea la hora solar. Más sorprendente aún será si hace el viaje en sentido contrario, en dirección oeste, como Pigafetta: verá el sol ponerse por el este y amanecer por el oeste, como si éste retrocediese en su trayecto diario. Sin llegar a estos extremos, lo hemos vivido un poco quienes hemos sufrido jet lag. El cronista de origen italiano no era tan veloz como nosotros viajando en avión; en su caso, cuando navegaban hacia poniente, los días eran un poco más largos de lo habitual, imperceptiblemente más largos, pero cada jornada le restaban un poco de camino en su carrera en pos del astro. De modo que cuando llegaron cerca de África, donde encontraron de nuevo población que compartía su calendario, creyeron haber perdido un día.
Esta razón es la que justifica la necesidad de un meridiano de cambio de fecha. Lo intrigante del relato de Pigafetta no es la incongruencia de la fecha, sino el revuelo que causó en Europa, máxime teniendo en cuenta que era un hecho ya conocido. En torno a 1140, el filósofo judío tudelano Yehudah Halevi consideraba en su Kitab al-Hujja waal-Dahl fi Nasr al-Din al-Dhalil (escrito en árabe) el problema de la observación del descanso sabático, y se enfrentaba a un dilema semejante al pretender que la celebración coincidiese en todas partes del mundo con Israel. Dos siglos después, el filósofo francés Nicole Oresme plantea en su Traitié de l’espere un problema con tintes relativistas en el que dos viajeros, Johannes y Petrus, rodean el globo navegando en sentidos opuestos y terminan descubriendo que tardan tiempos diferentes, a pesar de viajar a idéntica velocidad; en obras subsiguientes Oresme propone incluso el establecimiento del meridiano de cambio de fecha. Por ello me resulta extraño que quedando en la expedición de Magallanes-Elcano al llegar a Cabo Verde todavía pilotos con serios conocimientos de astronomía, como Francisco Albo o el mencionado cronista, recibiesen como sorpresa la incongruencia de fechas. Posiblemente, el instar con insistencia a los marineros a preguntar por ello fuera porque en el fondo albergaban alguna sospecha.

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