Hora

Estamos tan acostumbrados hoy en día a manejar las horas (en nuestras citas, programaciones, comidas, itinerarios, trabajo…) que cuesta creer que ha sido una de las divisiones temporales más complejas de acuñar. Tanto más habida cuenta de la sencillez de su definición: se trata de la veinticuatroava parte de un día. Pero habría que aclarar muchos matices.
Los primeros relojes que conocemos, bien de sol, bien de agua, proceden del Antiguo Egipto, y en ellos ya podemos observar la división de una jornada en 24 horas. No obstante, estas divisiones son variables, puesto que fraccionaban el periodo diurno, fuese cual fuese la época del año, en doce partes. Ni siquiera éstas eran de igual duración, sino más o menos aproximada, dividiendo el recorrido del sol en ocho o diez partes y distribuyendo las restantes en el amanecer y el atardecer. Las horas nocturnas se organizaron a imitación de éstas. Para determinarlas se ayudaban de clepsidras o de la observación de las estrellas. Sabemos que los sumerios compartían esta misma división del día, que terminaron por heredar las civilizaciones griega y romana. Sólo estos últimos establecen una duración homogénea para las horas tanto a lo largo de la jornada como del año, que se ha mantenido en Europa hasta la actualidad. Y podemos decir que comparte todo el mundo, si bien en algunos lugares se puede compaginar con otros usos, como sucede en el ámbito religioso musulmán. Durante la Revolución Francesa, a título anecdótico, se propuso sin éxito fraccionar el día en diez horas. Modernamente, con la mejora de la precisión de los relojes, la redefinición de la unidad base de tiempo ha afectado a la hora, que hoy se fija como un periodo de 3600 segundos, salvo aquellos casos en que la necesidad de reajustes fuerza a disminuir o aumentar esta cantidad.
Tema aparte es cómo contarlas. Hasta hace poco más de un siglo la vida cotidiana se ha regido por la hora solar local; es decir, se contaba desde la medianoche del núcleo de población más próximo. Pero históricamente se han elegido otros momentos del día: el amanecer, el mediodía, el momento del atardecer en que se podían observar tres estrellas, o cuando no se puede distinguir un hilo blanco de otro negro, por ejemplo. Incluso hoy seguimos distintas horas según nuestro huso, o contamos doblemente alguna (o nos la saltamos) allá donde efectuamos el cambio del horario de verano. Para denominarlas se usan dos métodos: referirse a ellas usando los números del 0 a 23, o bien contarlas desde las 1 a las 12 indicando si nos referimos a aquélla existente antes del mediodía (ante merídiem o a.m.) o después (post merídiem o p.m.). Hacer notar que el cambio de a.m. a p.m. y viceversa se produce al pasar de las 11 a las 12. Esta forma de contarlas ni siquiera ha estado ligada tradicionalmente al inicio del día. Así, vemos que en la Antigua Roma, por ejemplo, éste acababa con la puesta de sol en un primer momento, y con la medianoche posteriormente, pero las horas se contaban desde el amanecer. Costumbre que no se empezó a abandonar hasta la Baja Edad Media (recordemos que las horas canónicas menores eran la prima, tercia, sexta y nona).

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