Vendiendo tiempo

He sabido por Raúl del fantástico empleo que, hasta la Segunda Guerra Mundial, tuvo Ruth Belville, a la que también se llamó la Dama del Tiempo de Greenwich. Allá por 1830 su padre, John Henry Belville, montó un curioso negocio en Londres. Hay que ponerse en situación: el reloj era una herramienta que estaba en pleno auge -se podría decir que acababa de descender de las torres de las iglesias- y reclamaba un importante papel en los negocios, el transporte, la vida cotidiana… Aún era demasiado pronto para soñar con el teléfono o la radio, medios de comunicación en los que nacerían servicios de sincronizacíon de la hora (esos de «al oír la señal serán las seis en punto»). Y en Londres, esta sincronización se debía hacer con el Real Observatorio de Greenwich, a dos horas a pie del centro de la ciudad. En estas circunstancias a John Belville se le ocurrió una original idea de negocio: vender a la gente una mirada a su reloj. El caballero se levantaba cada día temprano, ajustaba la hora de su John Arnold modelo 485/786 con la del observatorio, y partía a recorrer la ciudad, donde visitaba a 200 clientes adscritos a este servicio que podían presumir de esta forma de tener sus relojes bien sincronizados.
A su muerte su familia se hizo cargo de la empresa: primero su viuda y más tarde, en 1892, su hija. El negocio empezó a decaer con la llegada de la telegrafía. John Wynne la acusó públicamente de «usar su femineidad» en los negocios. Lo hizo en una lectura publicada en The Times, donde omitieron publicar que quien acusaba era director de la Standard Time Company (STC), la competencia directa de Ruth Belville. Me llama la atención entre otras cosas porque la dama tenía por aquel entonces -era 1908- casi 60 años. Pese al descenso de su popularidad, continuó manteniendo el negocio hasta su muerte, ya en 1940.

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