Cuando se propuso al poeta Fabre d’Eglantine la elección de los nuevos nombres para los meses decidió lo siguiente: los de otoño habrían de terminar en -aire, que en francés es un sonido grave; los de invierno acabarían en -ôse, pesado y largo; primavera emplearía -al, breve y alegre; y verano, -dor, sonoro y extenso. Hablo de una de las reformas que instauró la Revolución Francesa, la del calendario, con el interés doble de abolir un referente a dioses y costumbres del Antiguo Régimen y de establecer por otro lado un sistema racional para contabilizar el tiempo. Algo así como previamente se había realizado al implantar el primer sistema decimal de medidas, que introdujo el metro entendido como la diez millonésima parte de la distancia entre el polo y el ecuador.
La comisión del diputado Gilbert Romme, profesor de matemáticas, se decantó finalmente por un año dividido en doce meses de 30 días más cinco días adicionales (seis los bisiestos). Tales meses estaban compuestos por tres décadas, el equivalente a nuestras semanas, salvo que duraban diez días. De ellos sólo uno era festivo, y carecían de nombre, por lo que había que distinguirlos numerándolos: primidi, duodi, tridi, quartidi… También eran festivos los añadidos, y se les denominaba Fête de la Vertu, du gene, du Travail, de l’Opinion, de la Recompense y de la Révolution, vulgarmente días sans-culotides. Respecto a los meses, la elección de sus nombres debía hallar inspiración, conscientes del inicio de una nueva era para la humanidad, en un criterio escéptico y universal. Se recurrió al clima y los cultivos de Francia. Y así fueron denominados vendimiaire, brumaire, frimaire, nivôse, pluviôse, ventiôse, germinal, florial, prairial, messidor, thermidor y fructidor. Y su inicio debía coincidir con el día de la proclamación de la República, el 22 de septiembre de 1792. No obstante, ésta había acontecido hacía más de un año, por lo que hubo que esperar al 14 de vendimiario del año II (6 de octubre del 1793) para implantarlo. Hacer notar que a pesar de la pretensión de racionalidad ignoraron el número cero nuevamente para contabilizar los años. En cualquier caso, el nuevo calendario no sobrevivió a Napoleón, que lo abolió el 1 de enero de 1806.
El extremo al que se quiso llegar con las reformas puede ejemplificarse con la existencia en la antedicha comisión de un grupo numeroso de partidarios de extender el sistema métrico a las subdivisiones del día y establecer así un total de diez horas, cada una con 100 minutos, y éstos con 100 segundos. La idea se aprobó sin exigirle rigor, y apenas fue usada en la práctica.


